Era la de Carnota, pero bien podría tratarse de la del más poético nombre de “Lira”.
La playa era larga, extensa, inmensa, salpicada de gaviotas que despertaban al nuevo día. Un día revuelto, de brisa fuerte y oleaje bravío.
Allá, en el suelo, donde acababa el camino asfaltado se encontraba, rota en varios pedazos, su fotografía. Era castaña, de pelo largo. Se reía. La fotografía, probablemente había sido tomada en una fiesta íntima, en una reunión de amigos.
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El encuadre era malo y su cara se distribuía en diagonal sobre la superficie de la fotografía, al fondo se adivinaba una puerta. Estaba un pelín desenfocada.
Los días previos, al igual que amenazaba aquel, habían sido revueltos, airados, turbios, así pues no era posible que los retazos de la fotografías llevasen allí mucho tiempo. Tal vez serían de anoche... seguro que serían de anoche.
Él, con rabia, había roto su retrato antes de tomar el camino de vuelta. Ella, seguro, no estaba delante.
La historia, pues, es de él. ¿Qué le habría impulsado a llevarse la foto a aquel lugar y haberla rasgado tan violenta, tan decididamente?. Si no fue con ella ¿qué hacía allí solo? ¿estaría solo? ¿estaría con otra?.
Sin embargo la cara de ella no era la de una chica a la que se pueda abandonar fácilmente. Es más, su rostro sonreía “amorosamente” al autor de la foto y reflejaba una felicidad de las duraderas, una mirada de las que te atrapan, de las que se enganchan en el corazón de uno, un “si tú no te vas yo no me muevo”.
Pero estaba allí, tirada, en pedazos. Sobre la arena quedó la fotografía antes de que unos neumáticos chirriantes emprendiesen el camino de regreso.
Meses después la playa se pringó de fuel. Un voluntario de los muchos que acudieron a limpiar se agachó y, con los guantes apestados de mierda, recogió lo que quedaba de ella y soñó con su mirada.
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